“Volcó el bondi que nos llevaba al bardo, tuvo que frenar en la
tarde lluviosa del delta entrerriano y no le dio, se fue a la
banquina, y todos los pasajeros y el Flecha Bus quedamos
enterrados en el barro. Yo conversaba con Manguzza mientras él
convidaba cafés a las madres que lloraban con sus hijos en los
regazos. Conversábamos sobre Conlon Nancarrov, sobre Saer,
sobre lo repetitivo y mediocre que es Robert Fripp. Porque
hacía diez horas que estábamos parados, el asado lo pagó la
empresa en un parador del paranacito, entonces tomamos vino
y comimos chorizo y nos pusimos contentos y de pronto vi a la
Angélica destellar atrás de unas gordas que comían junto a las
bolsas que llevaban con regalos y bártulos comprados en el
Once. Me le acerqué sin disimulo y me senté en un murito, y la
Angélica reía, de nerviosa, me dijo meses más tarde; le chamuyé
morondangas, Manguzza discurría con una rubia letrada, le
robó un número telefónico que nunca lo llevó a nada, yo fui
remando dormido en las aguas estancadas del cerebro de la
Angélica con mi remo mocho, de madera podrida.”